El mar es un observador, un asistente a una función llamada vida, puede
ser impasible y hasta parecer cruel. Como observador ha visto pasar a través de
sus ondas millones de historias, de anécdotas, de vidas con protagonistas cuyas
vivencias, inquietudes y sentimientos, quedaran en el olvido, cuyo nombre
muchas veces se borrará con el tiempo, dejando tras de si una estela invisible
y perecedera, como pisadas en la arena.
Pero no se puede tildar al mar de cruel, él no es más que un mero espectador al
que le ha tocado ver la crueldad y el amor, la tristeza y la alegría, por
partes iguales, personificadas en hombres y mujeres, al que le ha tocado
asistir a los más hermosos actos, el origen de muchos seres vivos en su
interior y en esa costa que tanta veces le ha acogido, sin pedirle nada a
cambio, más allá de su compañía silenciosa; ha observado los más diversos actos
de amor y cariño, pero, a su vez, los más trágicos sucesos, las más horribles
catástrofes, muchas veces provocadas por esos seres llamados humanos y a los
que el mar no comprendía y peor aun, no entendía porque existían, a su parecer
solo dañaban a los otros seres vivos y a los que para ellos, no lo eran, como
el propio mar.
Pero
ese parecer se torno un día, cuando de pronto, uno de los muchos barcos que
cabalgan sus olas buscando ese destino donde descansar hasta la próxima
galopada, se paró y comenzó lenta pero sin pausa a hundirse, el mar como
observador imparcial presenció como una vez más el “ingenio” humano era
derrotado por esos seres inanimados cuya importancia, a los ojos de los seres
humanos, es ínfima. Pero otra vez los humanos le mostraron que no estaba
equivocado, y que el mal corría por sus venas, y aunque sin quererlos hacían
daño a todo lo que les rodeaba. Porque el barco como queriendo ofrecer su
último aliento de vida, derramo por el agua una substancia que pocas veces
había visto antes y mucho menos en tal cantidad, al cual los humanos se
referían como fuel, esa sustancia presagiaba de una forma muy metafórica y a
través de su color el futuro al que se veía encaminado. En ese momento, y por
primera vez, el mar no se sintió un observador impasible e imparcial, si no el
protagonista de una de esas historias. Quiso llorar, gritar y enfurecerse, pero
él no era el dueño de si mismo si no, como siempre, un simple observador, que
asistía al que podía ser el final de su historia.
Mientras observaba, no se dio cuenta de que el tiempo, al revés que él,
no se parara, si no que seguía impasible su monótona travesía a través del
espacio. Tampoco se dio cuenta que con el paso de las horas, en esa costa tantas
veces querida y con la que tenía una relación de amistad muda, se había reunido
una pequeña multitud de hombres y mujeres equipados con la única intención de
limpiar y de borrar las marcas, que en ese poco tiempo había dejado ya esa
horrenda marea negra a lo largo y ancho de la costa, como queriendo, a través
de sus actos, pedir un perdón que tantas veces, había comprobado el mar, que
les costaba a los humanos pronunciar. Pero no se dio cuenta de la labor que se
estaba realizando hasta que un ruido lejano, le despertó de ese letargo en el
que se había sumido, intentando aislarse de esa horrible pesadilla que parecía apropiarse
de todo lo que él creía que le pertenecía. Ese fue el instante en que por
primera vez comprendió y entendió porque los seres humanos tenían derecho a
vivir, porque aunque, muchas veces, provocaran daño a todos los que les rodeaban,
queriendo o sin querer, siempre, siempre, había infinidad de almas que
arreglaban esos daños, siendo a veces los mismos que lo causaban y otras, gente
que no buscaban nada a cambio, a veces bastaba con una sonrisa, un perdón o un
abrazo para arreglarlo, y otras, en cambio, tenían que dejar lo que estaban haciendo,
coger una pala y trasladarse hasta donde estuviera el problema, sin importar
los inconvenientes y kilómetros que tuvieran que recorrer, este, era justo el
caso que estaba ocurriendo en esos mismos instantes, y del que el mar era un
orgulloso observador.
Durante días, semanas y meses esa ola blanca de voluntarios se extendió
por toda la costa donde hubiera llegado la marea negra. El mar por primera vez
no era un observador impasible, si no que, alentado por esa multitud de hombres
y mujeres, que seguramente, en ese momento tendrían que estar trabajando,
ganando un sueldo, cuidando a sus niños, estaban allí, en la costa, trabajando
día y noche, muchas veces podían haberse sentido angustiados, cansados y deprimidos,
al ver que toda su labor se iba al traste, cada vez que una nueva ola chocaba
contra la costa y traía con ella esa marea negra que a todo se pegaba y que tan
difícil era de limpiar, pero, en ningún momento el mar vio a ninguno de ellos
rendirse, porque como comprobó todos ellos habían formado una gran familia, que
se ayudaba, se animaba y luchaba contra esa marea negra al grito de uno. Queriéndose
sentir parte de esa gran familia, el mar intentaba luchar también, pero, como
siempre, el solo era un observador, que ni siquiera era dueño de “su cuerpo”,
pero por primera vez no era impasible, sino que sufría cada vez que algún
voluntario languidecía, se emocionaba cada vez que se daba salvado un animal
que la marea negra había intentado tomar en posesión y se deprimía cada vez que
una de “sus” olas chocaba contra la costa llevando con ellas una parte de esa
pesadilla.
A veces creía que no se daría despertado de esa pesadilla, que esa marea
negra era indestructible, pero solo con ver la energía que hombres y mujeres,
niños y ancianos, gastaban en la labor de limpieza, sabía que eso no podía caer
en saco roto, que un día por lejano que fuera todos ellos se despertarían de
esa pesadilla, más fuertes, más unidos y más concienciados.
Después de diez años, el mar ya hace tiempo que se despertó de esa
pesadilla. Pero ningún día, piensa, ni un segundo, en que hubiera sido mejor
que eso no hubiese pasado, que esa marea negra, esa terrible pesadilla no
hubiera existido nunca. Porque aunque muchos seres vivos han muerto durante esa
pesadilla, que el mar y la costa ya no serán nunca más como eran antes de ello.
El mar también sabe que ahora los humanos y el mar se han hermanado, se han
dado cuenta por primera vez, desde hace mucho tiempo, que se necesitan.
Lo que no sabe el mar es que
durante estos diez años, la marea blanca, esa gran familia, ha seguido luchando
bajo un grito, un grito de fuerza, un grito de lucha contra esos que lo único
que les importa son ellos mismos, un grito de valentía, un grito de rabia, un
grito que intenta que esto, nunca, nunca vuelva a ocurrir, un grito del pueblo,
de esos marineros que vieron como su futuro se ennegrecía a la misma marcha que
avanzaba esa marea negra, de esos hombres y mujeres que lloraron al ver como
esos paisajes de su infancia se veían ensombrecidos por la peor de las
pesadillas, un grito de Galicia para el mundo, un grito formado únicamente por
dos palabras:
NUNCA MÁIS